viernes, 17 de octubre de 2008

Crisis del Estado regulador

Paul Laurent
De entrada una pregunta: ¿Qué ocurriría si usted decide imprimir billetes en el garaje de su casa o girar cheques sin fondo a diestra y siniestra? ¿Lo intuye, lo sospecha? Ciertamente no esperaría que el gobierno lo indemnice o premie si es que es descubierto. Entonces, si ello no sucede en tal caso, ¿por qué sí acontece cuando el Estado junto con ciertos banqueros y financistas se unen para inundar las calles con dinero sin valor real?
Como a muchos, lo único bueno que me quedó de los años en que García Pérez ejercía su primer mandato (1985-90) fue que aprendí, de una vez y para siempre, que la inflación y la crisis económica suelen ser generadas por la demagogia y la apuesta a corto plazo de los políticos de turno. Palmariamente, la monserga que reza “fiesta para hoy, hambre para mañana”. El mi-mama-me-mima de la economía política. A costas de nuestras flageladas espaldas, García casi lo aprendió (hasta ahora); Bush y los norteamericanos lo olvidaron. Incluido Bill Clinton, el inventor de la expansión crediticia en el campo hipotecario. Sí, la misma que ha originado la mayor crisis financiera desde 1929.
He aquí el punto. Dar crédito a quienes se sabe que no podrán cumplir con su obligación de pagarlo es lo que ha ocasionado este crack mundial. Y ello únicamente es posible porque el Estado (del país más poderoso del orbe) se involucra en las decisiones económicas que se suscitan dentro del a cada instante más internacionalizado mercado. Si éste hubiera operado sin interferencias esta gigantesca contracción monetaria no se hubiera dado, pues ningún banquero suelta dinero sin tener de antemano la total certeza del retorno del mismo. Mas si ese mismo banquero es “invitado” a regalar dinero a cambio de dádivas (todas legales) por parte del tesoro público, entonces el panorama cambia. Así es como la sana codicia se torna en perjudicial.
Tal es lo que provoca la regulación estatal. Los sanos negocios se estropean por esta intromisión. A pesar de la globalización, son los estados los que controlan dentro de sus fronteras los sistemas financieros. A todas luces, ahí no impera el capitalismo, sino el estatismo mercantilista, el mismo que en la actualidad se apodera de bancos y financieras entradas en quiebra por sus propias políticas. ¿Qué hará luego con ellas? ¿Las venderá acaso a los mismos “despojados”?
En un orden auténticamente liberal aquellos hombres de negocios que invirtieron mal tendrían que asumir las consecuencias de sus actos. Si ello los obliga a la quiebra entonces el mercado (el mundo) sabrá lo que le sucede a los que hacen caso de los corruptores cantos de sirena de abundantes ganancias con poco esfuerzo. Pero si no los dejan fracasar entonces la señal que se emitirá será por demás absurda: a pesar de los errores cometidos, igualmente se les premiará (sea con millonarios rescates como con millonarias indemnizaciones). Todo por cuenta de los no precisamente millonarios contribuyentes.
Obviamente, los EE.UU. de esta hora tienen poco o nada que enseñar. Salvo que se le tome como ejemplo a no seguir. Como vemos, lo que antes fue exclusivo patrimonio de economías tercermundistas hoy lo es de la todavía primera potencia del planeta. Una lástima que tengan que ocurrir estas cosas para que se entienda que la alquimia no existe. Realmente no existe. En virtud de ello, los que vociferan que el capitalismo ha muerto cometen una mayúscula inexactitud. Su ojeriza contra el laissez-faire no los deja ver que lo que se tiene por delante es una crisis del Estado interventor antes que del mercado libre. Innegable, lo que éste último puede ofrecer aún está pendiente. Si en su momento el liberalismo triunfó en su pugna en aras de la separación del Estado de la Iglesia, lo que queda por llevar a cabo es el definitivo divorcio del Estado de la economía.
Por lo dicho, es de entender que quienes proclaman la muerte del mercado no se han detenido un solo instante en el significado de sus propias palabras. Si lo hicieran se enterarían que el mercado es la sociedad misma, que es gente que actúa en su día a día, que vive de su propio esfuerzo, que produce, que acumula riqueza. Precisamente lo que ni por asomo se fragua desde el Estado y la política. Exactamente aquél que se arroga la facultad de regular nuestras existencias, de prescribirnos conductas y obsequiarnos “libertades”. El discurso opuesto de Thomas Jefferson y su generación, aquellos que siempre supieron que la sociedad (el mercado) era un concierto de humanas conductas que meramente requerían ausencia de trabas para dar lo mejor de sí.
Justamente esas trabas que provocan falsos bienestares, los que tarde o temprano hacen crisis. Al respecto, he aquí la pregunta de un lego: ¿Alguien ha ido a prisión alguna vez por el crimen de inflar la economía fabricando indiscriminadamente billetes o expendiendo “generosamente” el crédito? ¿Se conoce algún caso? Verdad que no, entonces ya es hora de exigir la igualdad de derechos. Los falsificadores de riqueza no sólo están en los extramuros de la administración pública, también (o sobre todo) están dentro, y actúan con la ley en la mano. Antes que sobrevenga más disparates, quitémosle esa ley y sometámoslos a nuestros derechos. Ya es tiempo de frenar la impunidad de esta especie de antisociales. Que la economía fluya sola, esa es la mejor forma de apartar connivencias y evitar futuras crisis.

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